Con mucha frecuencia, y seguramente con demasiada frivolidad, tendemos a resumir la historia del arte organizándola en compartimientos estancos, sólidamente estructurados y absolutamente impermeables. En el caso de la fotografía, hablamos de las vanguardias y nos referimos a los años treinta como si en dicha década todos los autores que utilizaban el medio fotográfico siguieran, forzosamente, los mismos esquemas ideológicos y llegaran a las mismas soluciones plásticas. Consideramos la Guerra Civil como el campo de pruebas del reportaje fotográfico contemporáneo y la Segunda Guerra Mundial, como su consolidación definitiva. Y nos parece que, a la sazón, nadie podía hacer otra cosa. Los años cincuenta y sesenta los destinamos a los grandes fotógrafos del documental social, y a ellos corresponde todo el protagonismo de aquel momento de la historia de la fotografía...
No se trata de dudar de las buenas intenciones ni del espíritu didáctico que mueven a los analistas del hecho fotográfico, pero deberíamos convenir que, si queremos comprender la historia, cualquier estrategia reduccionista es sumamente peligrosa. Y más aún cuando esa historia es tan corta y reciente como la de la fotografía. Sobre todo porque en muchas ocasiones son precisamente las actitudes que se apartan de la norma general (incluso cuando dicha norma general es innovadora y trastoca la historia), las que hacen que se complete el rompecabezas y que el panorama general tenga algún sentido. Con esto quiero decir que las posiciones de progreso y de vanguardia no son obligatoriamente unívocas ni comparten siempre el mismo espacio histórico, aunque hayan nacido en el mismo momento.
Es evidente que no se puede cuestionar el predominio de ciertas formas de hacer en ciertos momentos determinados. Tampoco se puede dudar de la fuerza de movimientos con ideas concretas compartidas por un buen número de autores. Una fuerza capaz de eclipsar o de desvirtuar completamente el valor del trabajo individual que otros artistas llevan a cabo al margen de la corriente más general.
Por ello muchas veces, con la intención positiva de explicarnos y de explicar la historia, omitimos autores que no confirman las tesis previamente establecidas y que, por su carácter diferencial, constituyen un estorbo. No encajan. Y digo todo esto porque estoy convencido de que el caso de Ricard Terré es uno de ellos. Terré no encaja. Terré es un estorbo. Y entonces, o no hablamos de él o lo encasillamos para bien o para mal en algún espacio que, aunque a nosotros nos convenga, a buena ley no le corresponde. Pero de todo ello ya hablaremos más adelante.
A principios de la década de los cincuenta, la fotografía presentaba en nuestro país un panorama bastante desolador. Todos los esfuerzos y los éxitos notables conseguidos en los años treinta que habían hecho de la fotografía una herramienta al servicio del progreso y del arte más nuevo y avanzado, quedaron interrumpidos por la Guerra Civil. Y la posguerra fue, según la poética definición de Luis Martín Santos, un tiempo de silencio.
Muchos de los artistas que habían brillado con luz propia antes y durante la guerra estaban muertos o en el exilio. Los que se quedaron sufrieron la dura censura fascista, o se sometieron a una autocensura feroz, o simplemente se dieron por vencidos. Otros hallaron refugio en las agrupaciones fotográficas, los fotoclubes u otras entidades parecidas en las que se cultivaba una fotografía sin compromiso social ni político. Centros recreativos de espíritu inmovilista que fomentaban el autoconsumo y la competencia interna mediante los salones fotográficos y los concursos sociales, alejados de cualquier planteamiento de compromiso y al margen de los intentos de renacimiento cultural que ya se producían en otras disciplinas artísticas.
No deja de ser sintomático que los fotógrafos que gozaban de mayor prestigio dentro de ese mundo cerrado de la fotografía española de aquellos tiempos fueran los Ortiz-Echagüe, Pla Janini, Casals Ariet, Loygorri, Campañá, Schmidt de las Heras, y otros, es decir, los representantes del pictorialismo y de las técnicas pigmentarias, ya en desuso prácticamente en todo el resto del mundo. Unos fotógrafos, todo sea dicho, de incontestable valía y con una obra personal muy meritoria, pero atados al clasicismo y a la tradición. Anclados en el pasado y muy alejados de cualquier inquietud renovadora. Pero el aislamiento al que el régimen franquista había sometido al país en todos los terrenos no podía durar mucho. Pronto se produjeron las primeras grietas en aquella coraza absurda. El fin del bloqueo internacional, el pacto con los Estados Unidos y la entrada en la ONU, fueron momentos capitales de la historia reciente de España. Una tímida apertura al exterior que trajo una cierta corriente de aire fresco absolutamente imprescindible.
A grandes trazos y sin entrar en detalles históricos que aquí no nos conciernen, así fue cómo nuestros fotógrafos pudieron confirmar aquello que, por otro lado, ya intuían: el mundo cambiaba, y las necesidades expresivas y de comunicación también. Los paisajes bucólicos, las escenas rurales y los bodegones de caza ya eran patrimonio de la historia. La recreación idealizada de una realidad superada carecía de sentido cuando el futuro se adivinaba en el propio entorno físico y humano. Si el arte es ante todo comunicación, ¿cómo se podía pensar en pastorcillos y contraluces, en rebaños de corderos pastando plácidamente en prados idílicos, cuando en el país había miseria, se pasaba hambre, se sufrían todo tipo de racionamientos y restricciones, y el drama humano era real y se podía encontrar en la misma puerta de casa? En ese momento la auténtica aventura era el hombre actual, la ciudad, el esfuerzo individual y colectivo. La lucha por el progreso y por la recuperación de los derechos y de los valores que habían sido abolidos por decreto. Eso era lo que había que fotografiar, aunque no siempre fuera bonito. Y había que formular nuevos conceptos de belleza. Y había que transmitirlos de la mejor forma posible. Éste era el compromiso. La única vía posible. Los modelos vinieron sobre todo de Francia, Alemania y los Estados Unidos. En 1952, el francés Henri Cartier-Bresson publicaba el libro Images à la Sauvette que en la versión inglesa se titularía The decisive moment. El instante decisivo que se convertiría en toda una definición de una nueva forma de encarar el reportaje fotográfico. En Alemania, en 1951, Otto Steinert publicaba los principios de la Subjektive Fotografie, reclamando el reconocimiento de los límites de la objetividad de la imagen fotográfica y reivindicando, por esta vía, el valor de su creador. Una imagen que se quería vanguardista y útil, experimental y libre.
En 1955, Edward Steichen organizó la exposición The Family of Man en el MoMA de Nueva York. Se trataba de una visión fotográfica de la humanidad y sus problemas realizada a partir de las obras de fotógrafos procedentes de todo el mundo. Alabada por muchos y cuestionada por otros, en todo caso The Family of Man se convirtió en un hito indiscutible de la fotografía contemporánea. Es seguro que ninguno de los fotógrafos españoles que comenzaron a plantearse una nueva forma de hacer fotografía en aquellos años renegaría de estos modelos y asumiría, en mayor o menor grado, la influencia que tuvieron en su obra personal. Pero quizá se identificarían más aún con Robert Frank y William Klein, dos fotógrafos que, en esos mismos años, superaron definitivamente todos los límites del reportaje tradicional y, olvidándose de teorías más o menos doctrinales y encorsetadoras, le dieron una libertad absoluta conectada únicamente con la intimidad existencial de cada autor y con su relación con el mundo que le rodeaba. Así, Robert Frank cuestiona la teoría del momento decisivo de Cartier-Bresson y se plantea la fotografía como "un viaje solitario" en el que son mucho más importantes los hechos que ocurren "entre" los momentos decisivos de Cartier-Bresson que los momentos decisivos en sí. Mostrar la vida a través de acontecimientos aparentemente triviales que adquieren pleno sentido cuando se enfrentan directamente a la disciplina interior del artista. Su libro The Americans realizado gracias a una beca Guggenheim que se le concedió en 1955 y publicado por Robert Delpire en 1958 con prólogo del mítico Jack Kerouac, se convirtió en el libro de cabecera de muchos fotógrafos inquietos de la época.
Por su parte, William Klein, en sus libros New York (1956) o Rome (1958) se preguntaba sobre la necesidad de obedecer las reglas técnicas que hasta aquel momento parecían intocables. Subvertía las normas de composición y elaboraba imágenes en las que acentuaba todos los efectos visuales, dotándolas de una agresividad hasta ese entonces desconocida en este tipo de trabajos. "Hice, y con plena conciencia, todo lo contrario de lo que se hacía. Pensaba que el desencuadre, el azar, el aprovechar lo accidental, una relación diferente con la cámara permitirían liberar la imagen fotográfica. Hay cosas que sólo una cámara fotográfica puede hacer... La cámara está llena de posibilidades que no se explotan. Pero la fotografía consiste precisamente en eso. La cámara puede sorprendernos. Sólo tenemos que ayudarla."
A los jóvenes fotógrafos españoles que buscaban nuevas posibilidades expresivas para aplicarlas a su tarea, los trabajos de Frank y Klein les llegaron como una revelación. Y, ciertamente, supieron reaccionar de la mejor manera posible.
Ricard Terré nació en Sant Boi del Llobregat, en 1928. Hijo de una familia acomodada (su padre fue director de una importante empresa textil de la ciudad), cursó estudios en la Escuela de Altos Estudios Mercantiles de Barcelona, estudios que compaginaría con los de pintura y, sobre todo, con los de caricatura, especialidad en la que logró un gran dominio al lado del maestro Bon.
Su extracción social, un ambiente familiar culto y su formación académica y artística hicieron de él un joven "moderno" que cultivaba el cuerpo practicando rugby con la "santboiana" -el mítico equipo de la ciudad-, y el espíritu, escuchando música de jazz. Dos aficiones que casi bastan para definirlo. Un deporte de gentleman con energías sobrantes y una música importada de lo más profundo del alma de los negros americanos para los espíritus más abiertos de los jóvenes europeos progresistas. Y finalmente, la caricatura, que es al dibujo clásico lo que el jazz a la música sinfónica...
Ricard Terré nació señor, pero muy lejos de cualquier vocación parasitaria. Al contrario. Terré era, y es, un señor inquieto, permanentemente insatisfecho y en constante búsqueda de su superación personal. Una inquietud que, en 1955, le condujo a la práctica de la fotografía. Tampoco esto es extraño. La fotografía, como el jazz o el rugby, responde a las mismas exigencias de modernidad y colma las necesidades expresivas de un joven al que no le bastan ni la pintura ni la caricatura y que necesita profundizar aún más en el lenguaje plástico. Porque si la caricatura es un forma de acercarse al hombre buscando sus características más esenciales y olvidando la anécdota de los pequeños detalles, la fotografía también permite una acción directa sobre la realidad, rehuyendo lo superficial y sacando a relucir lo más profundo del alma de las personas y de las cosas. Esa misma alma de los blues y los espirituales negros.
Por una mera necesidad de intercambiar ideas y experiencias, Terré se asocia a la Agrupación Fotográfica de Cataluña y allí experimenta el primer desengaño que le produciría el mundo de la fotografía. Las tertulias de la vieja agrupación, en las que no se hablaba más que de reveladores, papeles y recursos técnicos, no le interesaban en absoluto. Eso no era precisamente lo que él buscaba. Había intuído un camino fotográfico que nada tenía que ver con las imágenes que aparecían en los concursos, tan depuradas técnicamente como vacías de contenido y extrañas a la realidad que le rodeaba.
Pero la fotografía empezaba a experimentar cambios importantes. Un espíritu nuevo, fruto de los primeros contactos con la fotografía extranjera, bullía en las mentes de los creadores más jóvenes. Allí, en la Agrupación Fotográfica de Cataluña, la figura emblemática del recientemente desaparecido Josep Maria Casademont iniciaba, sin estridencias, su labor de proselitismo en pro de nuevas formas y nuevos conceptos fotográficos. Ricard Terré conectó enseguida con él, y no hubiera podido ser de otro modo. Y, como él, muchos otros. En enero de 1957, Oriol Maspons publicaba en la revista Arte Fotográfico un artículo titulado "Salonismo". Crítico y cáustico como sólo él podía serlo, Maspons arremetía contra la fotografía tradicional en un ejercicio iconoclasta que sublevó al mundo fotográfico de aquellos días hasta el punto de dividirlo. Aseguraba que la fotografía, a base de repetir viejos esquemas, se había convertido en algo conformista y caduco que ya no interesaba a nadie. Que había que modernizarla al precio que fuera. Y acababa diciendo: "Nunca es tarde para estar al día. Para sacrificar el gusto por el éxito fácil. Para prescindir del espectador, si es necesario. La historia de la fotografía debe revelar el espíritu del tiempo y de su operador. Si así servimos a nuestra época, es el tiempo mismo, y sin prisas, el que hará de la fotografía un verdadero arte y de su operador, quizá, un artista".
A partir de ese momento, la fotografía llamada "moderna" empieza a tomar carta de naturaleza. Las obras de aquellos modelos internacionales de los que antes hablábamos fueron miradas, vueltas a mirar y plenamente asimiladas. Los más osados empezaron a practicar la fotografía directa y el reportaje social, crudo y sin concesiones. Y Terré, que compartía plenamente las nuevas ideas, descubrió que no estaba tan solo como creía.
En la Agrupación Fotográfica de Cataluña también conoció a Ramón Masats y a Xavier Miserachs, dos jóvenes como él que practicaban una fotografía que sintonizaba perfectamente con la suya y que además, también sabían escuchar jazz... De esta amistad surgirían dos exposiciones colectivas que se realizaron en 1957 y 1959. Dos exposiciones que significaron la concreción de la nueva fotografía española, liberada ya definitivamente de los antiguos tópicos, con voluntad de explicitar una nueva forma de ver y de relacionarse con la realidad. Especialmente la de 1959, que se celebró fuera de los circuitos cerrados del constreñido ámbito fotográfico de aquellos años. Esto cobra una importancia especial por el eco público que podía y tendría aquella nueva fotografía. Porque si el impacto de la primera exposición, celebrada en la Agrupación Fotográfica de Cataluña, se sintió casi exclusivamente en círculos fotográficos, el impacto de la segunda, realizada en la Sala Aixela de Barcelona, presentada por el Foment de les Arts Decoratives y comisariada por Joan Prats, fue mucho más amplio y abarcó todos los ámbitos culturales, recuperando para la fotografía gran parte del prestigio público que había perdido hacía tiempo.
Simultáneamente se produciría el contacto con AFAL, el grupo de fotógrafos nacido en Almería y encabezado por José María Artero y Carlos Pérez Siquier, que se convertiría en el punto de encuentro de todos los creadores fotográficos españoles que, en aquellos momentos, optaron por la vía de la renovación.
El mismo año de 1959 Ricard Terré dejó Cataluña y se instaló en Vigo, donde aún vive. Apenas un año más tarde, y después de una reflexión personal muy madurada, abandonó la fotografía activa para dedicarse exclusivamente a sus negocios y a su familia. Y tuvieron que pasar veintidós años, hasta 1982, para que retomara la práctica fotográfica pública. A pesar de ello, sus trabajos actuales conectan con su obra primitiva con una coherencia insólita, teniendo en cuenta el largo período de inactividad que los separa. También en este aspecto, Terré resulta atípico y sorprendente.
La obra fotográfica de Ricard Terré suele producir reacciones muy diversas entre los espectadores. Apasiona a muchos y desconcierta a muchos otros. En ocasiones, no gusta. O, más aún, incomoda. Sea cual fuere el caso, jamás nos deja indiferentes y eso la hace sumamente valiosa. Lo que sucede es que, como decíamos al principio de este comentario, Terré es un autor difícil de encasillar. Su fotografía, que por un lado participa plenamente de los resultados plásticos de la mayoría de los miembros de su generación, por otro, no comparte los mismos puntos de partida de muchos de sus contemporáneos.
Ya hemos dicho que los años cincuenta y sesenta son los años de la eclosión de un tipo de fotografía que, sin perder de vista la subjetividad del autor, se aboca plenamente a la realidad cotidiana y ofrece un producto de cariz documental que se nos muestra indistintamente desde ambos extremos del objetivo de la cámara. El rigor de un documento pretendidamente objetivo ha cedido paso a una obra de autor que, sin embargo, no rehuye una clara responsabilidad documentalista. El testimonio de una época concreta y una actitud que colabora con una historiografía de carácter crítico y de opinión personalizada.
Pero, al contrario de sus compañeros de viaje, Terré renuncia al espíritu documental para instalarse en un lugar sin tiempo en el que el momento decisivo carece de todo sentido. En el que cada imagen es un motivo de reflexión y un espacio amplio, rico en matices y temporalmente eterno, entendiendo dicha eternidad precisamente como la negación más absoluta del concepto de temporalidad.
Ricard Terré es un humanista disfrazado de reportero. Sus imágenes de las procesiones de Semana Santa o de los desfiles carnavalescos podrían compararse con las de sus primeros colegas. Con las de Miserachs cuando fotografía Barcelona, o con las de Masats cuando documenta los "sanfermines". Pero en realidad, sólo tienen en común los aspectos formales. Todo el carácter explosivo y epidérmico de Masats y Miserachs se contrapone a la sosegada introspección que se desprende de todas y cada una de las obras de Terré.
Terré es reflexivo y contenido. Jamás se precipita. Ejerce una autocrítica severísima sobre sus obras antes de decidirse a mostrarlas. No realiza series ni reportajes temáticos. El conjunto de su producción es su única serie. Monotemática y replanteada con constancia. De una coherencia realmente notable.
Generacionalmente, no hay ninguna duda de que Ricard Terré está donde le corresponde. Él mismo reivindica su condición de miembro de AFAL. Y quizá eso nos permitiría cuestionar el carácter unitario del "grupo" que predicaban sus miembros. Porque, si bien es evidente que los fotógrafos de AFAL compartían conceptos fotográficos con respecto a la función pública de la fotografía, a la idoneidad de su difusión y a la necesidad de integrarla de la manera más amplia posible en la nueva cultura de la imagen que se estaba conformando en aquellos momentos, no es menos cierto que dichas intenciones no parecen suficientes a la hora de hablar de un grupo o de un movimiento con personalidad propia. Personalmente, creo que AFAL se constituyó como un conjunto heterogéneo de fotógrafos que basaron su unión, más que en la afirmación, en la negación colectiva de formas fotográficas trasnochadas y en la reivindicación de la libertad de cada uno de sus miembros para emprender, a partir de ello, el camino que le pareciera más conveniente. Sólo así se explica la convivencia en el colectivo de personalidades y obras tan distantes como las de Maspons y Cualladó, o las de Terré y Miserachs.
Evidentemente, ésta no es una reflexión que sirva para invalidar la obra de cada uno de los miembros de aquel colectivo. Todas son muy interesantes. Pero es desde la convicción de la validez de esta hipótesis que puedo seguir hablando de Ricard Terré según los planteamientos formulados al principio de este texto, y sin la necesidad de seguir estableciendo paralelismos que, en más de una ocasión, me parecen postizos y en cualquier caso, absolutamente innecesarios. La obra de Ricard Terré se sitúa en la historia por mérito propio. Es consecuente con su época y no necesita de apoyos externos para ser valorada como merece.
Insisto: Terré no encaja en ninguna parte. Conecta con Francisco Gómez o con Gabriel Cualladó en lo que al programa se refiere, a la manera de enfrentarse a las cosas y a sí mismo. Pero Terré lucha más que ellos en la búsqueda de la transcendencia. Su mirada posee un discurso poético insólito en un momento de ruptura en el que la transgresión sin ambages parece la dialéctica más conveniente. La violencia formal de sus imágenes, hechas de un blanco y de un negro que casi no existen ni en fotografía, no representa una agresión gratuita ni está destinada a "épater le bourgeois" en un ejercicio de llamarada. Yo más bien la definiría como un sonoro toque de alerta que invita a replantearnos los valores humanos propios. Como una petición para que nos detengamos por un instante y nos enfrentemos al Hombre. Para intentar entenderlo. Para iniciar una vía de conocimiento que fácilmente puede conducirnos al camino de la reflexión vital más elevada. Los personajes de Terré ni tienen nombre ni lo tendrán jamás. Son máscaras. Son nuestras propias máscaras. Y, desde el fondo de la evidencia de su alma, desde el negro más profundo de las sales de plata, nos envían, como un precioso regalo, un grito tan poderoso y tierno como el mejor de los cantos de Mahalia Jackson.
P. F.
Comisario de la exposición
Abril de 1995
[
Una consideraciín... |
Las cosas eran... |
Rugby, ... |
Como un canto...
]